Cuando la soledad no es un punto de partida, sino de llegada

Una vez por semana me paro frente a la vidriera de una librería de Corrientes para ver las novedades. Después de mirar detenidamente cada título ingreso cautelosa, como si entrara en un lugar sagrado. Algunos libros llaman tanto mi atención que mis manos necesitan tocar las hojas, ver el color y el tamaño de las letras y ojearlos. En cuanto vi Diario de una soledad, de May Sarton, tuve ganas de tenerlo entre mis dedos. Enseguida las flores de la tapa me cautivaron y el título me transportó a diferentes momentos de mi vida. Algunos tenían relación entre sí, otros no necesariamente. Un calor subió por mis brazos y se instaló en la pregunta: ¿de qué está hecha la soledad? ¿Hay una soledad o soledades? ¿Puede haber soledad en un mundo donde prima el exceso y en una época en la que no se soporta el vacío?

May Sarton eligió escribir en forma de diario. Eso implica ponerse bajo el amparo de lo cotidiano con libertad, sin una forma determinada, donde se pueden intercalar poemas, palabras sueltas, recortes del día, un sueño, pensamientos aislados. Seguramente nuestras mayores verdades aparecen en las hojas de nuestros diarios íntimos, pero a la vez esa escritura está sometida al calendario anual. Algo fijo siempre es necesario para que haya movimiento.

¿Escribir un diario es un modo de escapar de la soledad o es tomar el riesgo de hacer algo con ella?

Sarton encuentra en su diario un modo de recogimiento para retirarse del mundo y después poder volver. En estas páginas profundiza acerca del deterioro del cuerpo, la muerte inminente de un amigo, lo que anda leyendo, los vecinos, su intento por dejar de fumar y, más que nada, cómo la naturaleza la interpela. La detención permite estar y habitar un tiempo otro que no es el cronológico. En ese cruce y en esa tensión, se escribe. En un momento anota: “Resulta muy gracioso llevar un diario sobre la soledad durante estas semanas en que no he tenido ni un momento para escribir al respecto”.

Sin obligaciones

En ese punto de tensión, Sarton busca no tener ninguna obligación por delante, no verse con nadie, para estar sola y entregarse a la escritura. En cambio, otros días espera desesperadamente la aparición de la gata salvaje o el canto de su mascota Punch para que interrumpan su soledad. Por momentos se sincera ante ella misma: “Llené el fin de semana de encuentros con amigos para no sumirme en la depresión, sin saber que debería haber afrontado el momento y quedarme escribiendo poemas”. En el mismo día tiene sensaciones encontradas.

Cuando leí esa frase me sentí identificada. Hace varios meses vengo atenta a no inventarme obligaciones ni a responder a la demanda del otro, para armar un tiempo vacío y escribir. Es fácil llenar el día de tareas, pero ese hábito solo sirve para desviar nuestros deseos y evitar encontrarse con lo propio.

Mientras Sarton termina este libro cumple 60 años. Vive sola en Nelson, un pueblo de muy pocos habitantes y su pareja reside en otro pueblo cercano. Cada tanto se ven y pasan juntas una noche en la casa de alguna de las dos. Aunque confiesa que, al año de comenzar este diario, esa relación está en un imparable declive por mucho que haya intentado ocultarlo en estas páginas.

Su diario termina siendo cómplice de la evasión. Sarton escribe también para ocultar. ¿Acaso, no es la palabra la que le da existencia a las cosas? Sin embargo, si algo no es dicho, puede leerse entre líneas; pero si se silencia, no existe. En el momento en que evidencia ese ocultamiento, lo escrito toma otra dimensión. El diario acompaña su soledad, a la vez que esta crea la escritura.

La relación que ella tiene con su diario me recordó mi infancia. De niña tuve dos diarios íntimos, esos que tenían llaves y hojas con dibujos en los márgenes. En esas páginas escribí los primeros enojos, los amores imposibles y también mis propios engaños. Esos que por temor sostuve durante muchos años y que de grande me animé a enfrentar, al revés de lo que suele suceder: los miedos aumentan a medida que crecemos.

Las flores, el clima y las estaciones son parte importante de la atmósfera cotidiana de May Sarton y lo plasma en su diario. Pasa horas buscando una palabra para componer un poema. Desde muy pequeña se interesó por la poesía y el teatro, influenciada por su madre artista. Cuida al lenguaje de igual manera que sus plantas. Observa el pequeño movimiento de la luz, la forma de una hoja, el color de la tinta sobre el papel, del mismo modo en que mira el deslizamiento de un gato. Anota: “Toda la paz que conozco proviene de la naturaleza, de sentirme parte de ella”.

Pienso en la soledad de la que habla Marguerite Duras en su libro Escribir, uno de los últimos que publicó en vida, como si fuesen sus memorias. En esas páginas dice que un jardín acompaña a tal punto de no sentirse solo. En cambio, en una casa se está tan solo que a veces se está perdido. Su mano, fotografiada en la tapa, escribe para sanar el dolor de la muerte de su hijo y el arresto de su marido en un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. También para frenar su devoción por el alcohol, el desamor de su madre y sus amores pasionales. Escribe para no olvidar y aceptar la pérdida. En definitiva, es lo único que llena su vida y lo que la resguarda de la locura.

En esos fragmentos descubre que hay una soledad que no se encuentra, sino que se hace, y otra que emerge cuando no se sabe qué se escribe. En ese preciso momento es cuando aparece lo desconocido de sí. En ese acto se piensa sobre la vida: lo que se hizo, lo que se dejó de lado y las decisiones que se tomaron. Y es en ese sobrevolar cuando surge la duda. De eso no se sabe nada hasta que se lo nombra.

Sarton escribe para enfrentar los miedos, los fracasos, las disoluciones y el canto de lo vivo. También para resistir a la vejez y al paso del tiempo, porque “el aburrimiento y el pánico son dos demonios que deben combatir las personas solitarias”. Escribe para no morir. También para suspender la obediencia y poder crear y habitar una lengua propia como una posibilidad de estar en el mundo. O para contar una historia que ocurre por su ausencia, como dice Duras, a quien Lacan admiró después de leer su novela El arrebato de Lol V. Stein. El psicoanalista francés terminó haciéndole un homenaje por haber dedicado ese libro a escribir en detalle sobre el arrebato, el rapto y la pasión del amor.

Leer y escribir

Son muchos los momentos del día en que se nos presenta la finitud. Es por eso que se escribe. Para amortiguar el riesgo de la inmanencia de la vida. También por eso leemos, para ensanchar la propia visión y también el mundo.

De niña buscaba la soledad entre las sábanas en el horario de la siesta. Leía a escondidas con una pequeña linterna que me había comprado mi abuela. Mientras mis padres me obligaban a dormir, las novelas me despertaban. Durante la infancia les hice creer que cumplía sus órdenes y hoy, cuarenta y cinco años después, intento hacer trampa a algunas responsabilidades de la vida cotidiana. Mientras el sistema empuja cada vez más a producir y a llenar todo hueco, me escapo de la rutina y trato de no desviarme en el camino y así llegar cuanto antes a mi casa para leer y escribir. Encontrar la soledad no es un punto de partida, sino un punto de llegada.

Publicación original en La Nacion, Argentina

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